En estos tiempos convulsos en los que la guerra fría parece resurgir de la tumba, y con la posibilidad de un invierno nuclear mucho más cerca de lo que nos gustaría, he considerado oportuno sacar a relucir a uno de esos autores con una vida sorprendente, y que resulta perfecto para el caso que se nos plantea.
El 2 de Agosto de 1939, Albert Einstein, un pacifista declarado, envió una carta a Roosevelt que acabaría cambiando el curso de la historia. En su misiva, avisaba al entonces presidente de Estados Unidos de que la Alemania Nazi podía estar desarrollando una bomba atómica. Einstein explicaba que estaba convencido que a partir del Uranio se podía generar una nueva e increíble fuente de energía causada por una reacción en cadena, y que esto podía derivar en el desarrollo de un arma de terrible poder. Advertía que Alemania estaba haciendo acopio del uranio de las minas de Checoslovaquia, y que Estados Unidos debía hacerse con una fuente de este raro elemento. Resumiendo: sin Uranio, no hay bomba atómica.
Este fue el germen de una carrera entre Estado Unidos y Alemania para ver quien era capaz de construir la primera bomba nuclear, algo que podía decidir el rumbo de la guerra en un abrir y cerrar de ojos.
Estados Unidos tenía pocas opciones: en Canadá había pequeñas cantidades de Uranio, pero de muy baja calidad energética. La antigua Checoslovaquia estaba ocupada por la Alemania nazi, así que no era una opción. África era la solución más obvia, en particular el antiguo Congo Belga (actual República democrática del Congo), que poseía la mayor mina de Uranio conocida del mundo: las minas de Shinkolobwe, dirigida por la gigantesca empresa minera belga Union Meniere du Haut Katanga (UMHK), una compañía que empleaba trabajadores locales en un régimen de semiesclavitud, y a los que condenó a una muerte espantosa al ignorar los efectos de la radiación.
Dicha compañía mantuvo el monopolio de la explotación del Uranio a nivel mundial hasta 1940, año en que Alemania ocupó Bélgica, lugar donde la UMHK refinaba el Uranio que extraía del Congo.
Hay que decir que el Congo también estaba en esos momentos en el punto de mira de Alemania, con riesgo serio de ser invadida en cualquier momento, con toda probabilidad conocedores de la importancia estratégica de sus recursos naturales, entre los que se encontraba el Uranio (los alemanes ya trabajaban desde hace un tiempo en el proyecto Uranio). Tras la invasión de Bélgica por los alemanes, el Congo se mantuvo fiel al gobierno en el exilio, y de hecho apoyó tenazmente a los aliados durante la guerra en África aportando las tropas de la Fuerza Pública (su ejército colonial), aparte de por supuesto una ingente cantidad de recursos imprescindibles para la economía bélica, como por ejemplo el caucho. Pero la amenaza era clara. Toda la zona era un polvorín, con parte de la población congoleña con simpatías hacia la causa alemana, y con un entorno absolutamente hostil, pues recordemos que la vecina Angola era por entonces una colonia portuguesa, país que apoyó abiertamente a Hitler durante el conflicto mundial. La zona se convirtió en un hervidero de espías de uno y otro bando.
Por suerte para Estados Unidos, hacia finales de 1940, el director de la UMHK, Edgard Sengier, ya había comprendido el peligro de que el uranio cayese en manos alemanas, así que decidió transportar a Nueva York unas 1.250 toneladas de Uranio directamente desde el Congo en lugar de trasladarlas a Bélgica. Todo ese material permaneció almacenado durante más de dos años en Staten Island dentro de bidones de acero, en un almacén propiedad de la Societé Genérale de Belgique, una filial de la UMHK.
El 9 de octubre de 1941, dos meses antes del ataque a Pearl Harbour, Rooselvelt dio el visto bueno al proyecto Manhattan, y para su suerte, pudo comprar el uranio almacenado en Staten Island (el general Leslie Groves se enteró de que todo ese uranio se encontraba ya en el país), y se inició el proceso para la adquisición de otras 1.500 toneladas procedentes de las mencionadas minas del Congo: tras una reunión del general Kenneth Nichols (uno de los mandamases del Proyecto Manhattan) con Edgard Sengier (director de la UMHK), se alcanzó un acuerdo de exclusividad para la compra del mineral que era requerido para acabar el proyecto. Hay que señalar que esta mina era excepcional en cuanto a la calidad del uranio, con una pureza del 65% (para hacerse una idea, el uranio canadiense o el de Checoslovaquia explotado por los nazis no llegaba al 1%).
Edgard Sengier fue por cierto condecorado en 1946 con la medalla del mérito de Estados Unidos, por su contribución a la victoria aliada. Fue el primer civil no estadounidense en recibir esta distinción.
Los mineros de Shinkolobwe trabajaron a destajo en este periodo, en penosas condiciones y a manos descubiertas, y se estima que bastaron tan sólo 2 semanas de trabajo para recibir una exposición letal de radiación. Por si esto hubiera supuesto no pocas víctimas directas, la mina radió toda la zona, incluidos los suministros de agua y alimentos en muchos kilómetros a la redonda, e incluso muchas de las casas de los mineros se construyeron directamente con materiales altamente radioactivos que en muchos casos siguen hoy en día en pie.
Ha habido cientos de estudios sobre las víctimas de las bombas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki, y de los efectos a largo plazo de la radiación sobre la población, y, sin embargo, se desconoce el número de fallecidos de forma directa o indirecta por la extracción del Uranio del Congo. Desde 1936 hasta 1960 no hubo el más mínimo protocolo ni medida de seguridad en relación con la extracción de este elemento, así que el alcance real de la exhaustiva actividad realizada durante esos años es un completo misterio, aunque dada la experiencia obtenida sobre los supervivientes de Hiroshima y Chernobyl, no es difícil de imaginar. Menciono el año 1960, porque es cuando el Congo obtuvo la independencia de Bélgica, a pesar de lo cual la todopoderosa empresa minera Belga UMHK apoyó la secesión de la provincia de Katanga (donde casualmente se encontraban las minas), e incluso hubo denuncias de ser la mano en la sombra tras el asesinato de Patrice Lumumba, el primer ministro del Congo tras la independencia, y que quería nacionalizar la explotación de las minas, algo que finalmente ocurriría en 1966 con el Presidente Mobutu Sese Seko. Desde 1960 el país se ha visto envuelto en una constante sucesión de guerras civiles que ha provocado el mayor número de bajas desde la II Guerra Mundial (hay estimaciones de más de 6 millones de personas fallecidas) y que el Congo se encuentre entre los países más convulsos del mundo, algo que por cierto supone un gran problema de seguridad mundial, al circular sin control enormes cantidades de plutonio que podrían llegar a las manos equivocadas (y en mi opinión, en estos temas todas las manos son equivocadas). El Congo Belga pasó a ser el Estado libre del Congo, luego Zaire, actualmente República Democrática del Congo, y mañana, quién sabe.
El caso es que, como ya sabemos, Pearl Harbour fue bombardeada, y Estados Unidos entró en la guerra definitivamente. Uno de los temas que surgieron es que sorprendentemente Estados Unidos no disponía de un servicio de inteligencia efectivo, y el ataque a Pearl Harbour era la mejor prueba de ello. Hasta el inicio de la II Guerra Mundial, los asuntos de inteligencia estaban repartidos entre diferentes departamentos gubernamentales, sin ningún tipo de coordinación, hasta el punto de que el Ejército y la Armada empleaban códigos cifrados diferentes. De este modo, aconsejado por un espía canadiense llamado William Stephenson, y bajo la batuta del veterano William Joseph Donovan, Roosevelt crea en 1942 la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS en inglés), el verdadero antecedente de la CIA.
William “Wild” Donovan fue el corazón del OSS en su origen, todo un personaje cuya personalidad puede resumirse en una anécdota que, como siempre, no sé si es real o una mera leyenda urbana. En junio de 1944 Donovan y el coronel David Bruce (jefe de la OSS en Inglaterra) formaron parte directa de las fuerzas invasoras, y en un momento dado se encontraron acorralados bajo el fuego de una ametralladora nazi, sin posibilidad de escape, y armados únicamente con sus pistolas reglamentarias. El general Donovan se dirigió a Bruce y le dijo: “yo dispararé primero”. Bruce, totalmente sorprendido, le respondió que “no creía que pudieran hacer nada con sus dos pistolas contra la ametralladora”, a lo que Donovan replicó diciendo: “No me ha entendido… quería decir que, si llegamos a estar en peligro de ser capturados, le dispararé yo primero y luego me pegaré un tiro. Después de todo, sigo siendo su Oficial Superior”.
Lo más sorprendente de todo es que, con independencia de si la historia anterior es o no real, lo que es totalmente cierto es que Donovan ejerció como oficial en primera línea de batalla durante la guerra, algo increíble e impensable hoy en día para un cargo de su importancia estratégica.
La recién creada OSS se puso a reclutar de forma inmediata a personas que pudieran servir a los intereses de la organización en todo el mundo, llegando a disponer en su momento álgido de una plantilla de 13.000 personas, de los que la cuarta parte eran civiles, y 900 mujeres.
En este punto es donde aparece el protagonista de nuestra historia.
En la colección Rastros, de la editorial ACME, concretamente en su número 113, nos encontramos una novela firmada por un tal Carl Shannon llamada El monte Sagrado, publicada en 1950 por primera vez en castellano. La novela es en realidad la traducción de Fatal Footsteps, novela publicada en 1948 y cuya autoría corresponde a Wilbur Owings Hogue, verdadera identidad de un escritor ocasional que publicaba sus obras de misterio como Carl Shannon, y como Dock Hogue una serie de aventuras juveniles protagonizadas por Bob Clifton. Wilbur Owings «Dock» Hogue nació el 23 de septiembre de 1.909, en Boise, y murió el 15 de abril de 1.952 en Chicago. Wilbur, al que llamaban Dock porque por lo visto odiaba su nombre, creció en Idaho, y allí se casó con Ruth West en 1940.
El motivo por el que este autor ha acabado en la sección de La realidad supera a la ficción, es que nos encontramos con un personaje que participó de forma muy directa en la fabricación de las bombas atómicas que se lanzaron sobre Hiroshima y Nagasaki.
Nuestro protagonista era ingeniero de profesión, y como tal trabajó para la Firestone rubber company en Liberia desde 1936 a 1941. Precisamente su capacitación como ingeniero, y su experiencia en África, llamó de inmediato la atención de los Servicios de inteligencia de Estados Unidos. En 1942 fue reclutado por la División de Inteligencia Secreta de la mencionada OSS, y fue enviado como asesor en la embajada americana en Beirut, Líbano, claramente como una tapadera. La realidad de su trabajo es que, tras ser entrenado en Maryland, se convirtió en uno de los 93 agentes desplegados en el continente africano por la OSS. Hogue no fue además un agente cualquiera, pues fue el responsable directo de establecer las redes de agentes en Liberia y Costa de Marfil para espiar a los agentes enemigos, recopilar información militar y económica secreta, y evitar que los alemanes capturasen el mineral de uranio que se extraía desde la mina Shinkolobwe a los Estados Unidos. Ni siquiera Hogue conocía en ese momento el uso final del Uranio, ni tampoco su peligrosidad. La actividad de los agentes del OSS permitió asegurar los envíos del Uranio a Estados Unidos, impidiendo por un lado diversas operaciones de sabotaje por parte del Eje, e interviniendo en múltiples actuaciones para mantener un complicado equilibrio estratégico en una zona geográfica que era un auténtico polvorín político.
La triste realidad es que muchos de los agentes más cercanos al mineral de uranio murieron por su causa de muertes tempranas. Entre ellos, el propio Hogue, que murió a los 42 años de cáncer de estómago en Chicago. La persona que lo reemplazó, Henry Stehli, murió con 52 años víctima de un cáncer cerebral, y Doug Bonner, otro de los colaboradores directos de Hogue, falleció a los 58 años víctima de otro cáncer.
Wilbur Owings Hogue está enterrado en Kuna, Idaho, en una discreta tumba con una pequeña inscripción con su nombre, fecha de nacimiento y de fallecimiento, sin ninguna mención a su labor durante la guerra, ni a su carrera como escritor.
Nos encontramos por tanto con un escritor que participó de forma directa en la fabricación de las bombas atómicas que se lanzaron sobre Hiroshima y Nagasaki. Como hobby, escribió con el seudónimo de Carl Shannon (el nombre de su hermano), destacando especialmente por sus libros para niños sobre el personaje de Bob Cliffton, y en la literatura de misterio por su novela de 1.947 Lady, that´s my skull, aunque también publicó artículos científicos y relatos cortos en diferentes revistas. Sus novelas de Carl Shannon eran más de aventuras que policiacas, y para su redacción se basó en sus propias experiencias como espía. Asi nacen sus novelas sobre caza de espías, como la mencionada Lady thats my skull (1947); Fatal Footsteps (1948) -publicada en Rastros- y Murder me never (1952).